Cuenta la leyenda que hace muchos muchos años, en un lejano país, vivía un joven aprendiz de alquimista. Su maestro era posiblemente el mejor en la materia y sabedor del don que tenía el joven, decidió transmitirle toda su sabiduría.
De todos es sabido, que juventud y paciencia no avanzan al mismo paso. Escuchaba atento las lecciones de su maestro. Aprendía rápido. Pero siempre quería más. Quería alcanzar el grado de maestro lo antes posible. Él, también era conocedor de su capacidad y de su poder; y en ocasiones le resultaba complicado controlar su impaciencia. Por más que el maestro le insistía en que lo más importante para alcanzar la maestría era conseguir convertirse en alguien paciente, el joven hacía caso omiso de este consejo. Y no era consciente de que a medida que esta sensación aumentaba, una sombra de tristeza se instalaba en su corazón.
Un buen día, el maestro se sentó junto a él, a la sombra de un ginkgo biloba, árbol mágico y portador de esperanza. Este se encontraba en un rincón del jardín. El maestro respiró profundamente y le dijo que para alcanzar el grado de sabiduría que tanto anhelaba, debía someterse a una última prueba. Debía atravesar el país y llegar al bosque sagrado. Allí debía encontrar un mirlo blanco. Esta rara avis, sería la que le concedería el mayor de sus deseos, y sería en ese preciso instante en el que sabría exactamente cual era su verdadero destino.
Raudo preparó su ligero equipaje y partió en busca del mirlo blanco.
Tardó cinco días y sus correspondientes noches en llegar al límite del bosque. Una vez allí sintió como su impaciencia le impedía adentrarse en él. Una extraña fuerza no le permitía entrar en ese lugar sagrado. El joven comenzó a impacientarse cada vez más; cuanto más aumentaba su desazón, más fuerte era el impedimento para seguir su camino. De repente, recordó la conversación que había mantenido con su maestro, sentados bajo el árbol mágico. Se sentó en el suelo, cerró los ojos y comenzó a respirar profunda y sosegadamente. Estuvo así durante horas, hasta que por fin, al abrir los ojos pudo observar que delante de él, se había abierto un camino. Se levantó y dirigió sus pasos hacia el interior del bosque. Llegó hasta un pequeña casa hecha de madera, llamó a la puerta y nadie respondió. Decidió sentarse a esperar, puesto que de tan largo viaje sus fuerzas estaban al límite. En otro instante de su vida, la impaciencia se hubiera apoderado de él, pero en ese lugar, todo lo que se respiraba era paz y tranquilidad. No había nada que indujera a lo contrario. Esperó durante todo el día, y cuando ya la luz del sol empezaba a apagarse, una joven, poseedora de una extraña belleza y rodeada de una aura brillante, apareció por el mismo camino que a él le había llevado hasta allí. Se presentó, le explicó su historia y el porqué de encontrarse en ese lugar. La joven le miraba fijamente y sin decir una palabra le tomó las manos.
Fue, en ese preciso momento, cuando el joven descubrió que su búsqueda había finalizado, que estaba frente al mirlo blanco del que le había hablado su maestro y que su destino era permanecer en ese mágico lugar.
"El destino es eso con lo que te encuentras al final del camino... cuando estás huyendo de él"